“Spare, en la sombra”, la autobiografía del príncipe Harry que preocupa a la corona británica

10 enero, 2023

Habíamos acordado vernos unas horas después del funeral. En los jardines de Frogmore, junto a las viejas ruinas góticas. Yo llegué el primero.

Miré el teléfono: no había mensajes de texto ni de voz.

“Llevarán retraso”, pensé mientras me apoyaba en la pared de piedra.

Guardé el teléfono y me dije: “Mantén la calma”.

El tiempo no podía ser más abrileño: ya había quedado atrás lo peor del invierno, pero no acababa de llegar la primavera. Los árboles seguían desnudos, pero la brisa era suave. El cielo estaba encapotado, pero asomaban los tulipanes. La luz era pálida, pero el lago añil que se extendía por los jardines resplandecía.

“Qué bello es todo —pensé—. Y también qué triste”.

Hubo un tiempo en que aquello iba a ser mi hogar para toda la vida. En cambio, había resultado no ser más que otra breve parada.

Cuando mi esposa y yo huimos de allí, temiendo por nuestra salud mental e integridad física, no estaba seguro de cuándo iba a volver. Aquel episodio había tenido lugar en enero de 2020. Quince meses más tarde, allí estaba, días después de despertar para encontrarme treinta y dos llamadas perdidas y después sostener una breve y angustiosa conversación con la abuela:

—Harry…, el abuelo ha fallecido.

El viento cobró fuerza y se volvió más frío.

Encorvé los hombros y me froté los brazos mientras lamentaba lo fina que era mi camisa blanca. Deseé haberme dejado puesto el traje que llevaba durante el funeral y haber cogido un abrigo por si acaso. Me puse de espaldas al viento y vi, cerniéndose sobre mí, las ruinas góticas, que en realidad tenían de góticas lo mismo que la noria del London Eye. Un arquitecto inteligente y un poco de sentido escénico. “Como tantas otras cosas de por aquí”, pensé.

Fui de la pared de piedra a un pequeño banco de madera. Me senté, consulté de nuevo el teléfono y miré a un lado y al otro del sendero.

“¿Dónde están?”

Otra ráfaga de viento. Curiosamente, me recordó al abuelo. Su frialdad de trato, quizá, o su gélido sentido del humor. Me vino a la cabeza un fin de semana de caza en particular, años atrás. Un amigo, que solo pretendía entablar conversación, le preguntó al abuelo qué opinaba de mi nueva barba, que había causado preocupación en la familia y polémica en la prensa.

—¿Debería la reina obligar al príncipe Harry a afeitarse?

El abuelo miró a mi amigo, me miró la barbilla y esbozó una diabólica sonrisa.

—i“Eso” no es una barba!

Todo el mundo se rio. Cuando la cuestión era el ser o no ser de la barba, resultaba muy propio del abuelo descolgarse con que él exigía más barba. “Déjate crecer la pelambre hirsuta de un puñetero vikingo!”

Pensé en las opiniones contundentes del abuelo, en sus muchas pasiones: el enganche ecuestre, las barbacoas, la caza, la comida, la cerveza. Su amor por la vida, en una palabra. Eso lo tenía en común con mi madre; tal vez por eso había sido tan fan de ella. Mucho antes de que se convirtiera en la princesa Diana, cuando era sencillamente Diana Spencer, maestra de guardería y novia en secreto del príncipe Carlos, mi abuelo era su máximo defensor. Hubo quien dijo que fue él quien actuó de medianero en el matrimonio de mis padres. De ser cierto, podría argumentarse que el abuelo había sido la Causa Primera de mi mundo. De no haber sido por él, yo no estaría aquí.

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