La relación entre tecnología y democracia ha sido motivo de discusión desde hace siglos, especialmente desde la invención de la imprenta en el siglo XV, que democratizó el acceso al conocimiento y sentó las bases para las primeras formas de participación ciudadana. Esta relación se intensificó con la Revolución Industrial a finales del siglo XVIII, cuando los avances tecnológicos comenzaron a transformar profundamente las estructuras sociales y políticas. A lo largo del siglo XIX, la expansión del ferrocarril y el telégrafo no sólo aceleró la comunicación y el transporte, sino que también facilitó la organización de movimientos sociales y políticos, promoviendo la participación ciudadana.
La llegada de Internet a finales del siglo XX marcó otro hito democratizador, abriendo nuevas formas de interacción y participación a una escala global nunca antes vista. Sin embargo, en los últimos años, el avance vertiginoso de la inteligencia artificial, el big data y las redes sociales ha puesto este vínculo bajo una nueva luz, generando tanto expectativas como temores. En un mundo donde la esfera pública está cada vez más dominada por herramientas tecnológicas, es crucial preguntarse: ¿está la tecnología fortaleciendo la democracia o, por el contrario, la está debilitando?
Se suele hablar de la “democracia digital” como una evolución natural de la participación ciudadana. Las plataformas digitales han democratizado el acceso a la información y han abierto nuevas vías para que los ciudadanos expresen sus opiniones. Pero, ¿es realmente tan positivo como parece? Byung-Chul Han, en su obra En el enjambre, señala que la digitalización masiva y la hiperconectividad han generado una “multitud digital”, donde el ruido y la superficialidad se imponen a la reflexión y el debate profundo. En este nuevo escenario, la tecnología no solo está reconfigurando la esfera pública, sino que también está fragmentando la sociedad, debilitando así las bases de la deliberación democrática. En este contexto, la sobrecarga de información en Internet ha diluido nuestra capacidad para discernir entre lo verdadero y lo falso, socavando la deliberación informada que es esencial para una democracia robusta.
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