En junio de 2017, Óscar Pérez y un grupo de partidarios robaron un alijo de armas y un helicóptero, sobrevolaron el cielo de Caracas y lanzaron granadas de aturdimiento sobre el Ministerio del Interior y la Corte Suprema. Exigían la dimisión de Nicolás Maduro y el establecimiento de la democracia y llamaban a los militares venezolanos a sublevarse contra el Gobierno chavista.
Durante seis meses estuvieron desaparecidos hasta que la policía dio con su paradero a las afueras de Caracas el 15 de enero de 2018. Durante varias horas, este grupo se negó a entregarse y sus integrantes decidieron resistir ante los requerimientos de las fuerzas de Maduro. La actuación acabó con la muerte de Pérez y sus seguidores en la conocida como “Masacre del Junquito”.
Óscar Perez tenía 36 años y había sido instructor de la policía. Minutos antes de morir decidió retransmitir en directo la masacre que acabaría con su vida. El Gobierno de Maduro lo consideró un terrorista y le había acusado de cometer atentados, fraguar planes paramilitares y desestabilizadores en contra del Estado venezolano.
Las pruebas entregadas fueron realizadas por el Cuerpo de Investigaciones Científicas, Penales y Criminalísticas (CICPC), del que Pérez formaba parte, y el funcionario Leroy Cortez Cortez, ahora exiliado en Perú, entregó las fotos a los diputados opositores. Los documentos incluyeron la prueba ATP de parafina, que mostraba que ninguno de los miembros del grupo que estaban atrincherados con Pérez realizó un solo disparo al no encontrarse restos de pólvora.
“Fueron acribillados salvajemente por una dictadura”, expresaron los opositores tras la masacre.
Hoy en día, muchos venezolanos consideran a Pérez como un «héroe nacional». El único militar que estuvo dispuesto a dar su vida para recuperar la libertad de Venezuela. Aun así, no pudo lograrlo.
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