Cuando muere una querida estrella de televisión, el mundo se lamenta dos veces. En el caso de Matthew Perry, cuya muerte el pasado fin de semana a los 54 años todavía está bajo investigación, la frontera entre el dolor por él y por Chandler Bing, el miembro más ingenioso y neurótico de la pandilla «Friends», es apenas perceptible.
Los dolientes se han reunido afuera de la casa de Perry en Los Ángeles y del icónico bloque de apartamentos “Friends” en Nueva York. Los comentaristas han rendido homenaje a Perry y a Chandler en igual medida. En muchas mentes, su voz y su inconfundible cadencia (“podría ser…”) pertenecían a la misma persona. Como dejó claro Perry en su autobiografía de 2022, “Friends, Lovers, and the Big Terrible Thing”, no fue así.
Con admirable franqueza, Perry describió su adicción de décadas al alcohol y las drogas, sus espantosas consecuencias médicas (“Déjenme repetir para los de atrás: ¡mi colon explotó!”), la indignidad de convocar a los traficantes de drogas a su casa sólo para ser frustrado por su asistente y la soledad que lo llevó a buscar novia tras novia, sólo para dejarlas por temor a que ellas lo dejaran a él primero.
Chandler, insistió Perry, era una fachada. “Si dejo mi juego, mi Chandler, y te muestro quién soy realmente, es posible que te fijes en mí, pero peor aún, es posible que te fijes en mí y me dejes. Y no puedo permitir eso. No sobreviviré a eso”, escribió.
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