Una válvula oculta bajo una acera, y separada varios kilómetros de distintos barrios residenciales de clase media, ese cierra y abre cada semana por un funcionario de la empresa estatal que da agua a Caracas. En manos de ese trabajador, y de otros como él en toda la ciudad, está el ciclo de abastecimiento de agua de miles de familias, que viven de racionamiento en racionamiento, rompiendo leyes de la física para intentar hacer lo que se haría durante un fin de semana de normalidad: bañarse, lavar la ropa, regar las plantas, limpiar o cocinar, en los treinta minutos o la hora de suministro que recibirán en el día bajo el acuerdo vecinal al que hayan llegado en sus condominios. Si se rompe un tubo unos metros más allá, todo puede cambiar. Si la luz fluctúa demasiado o se va definitivamente, también, y seguramente quedarán desconectados de internet y de la televisión por cable. Con esas frágiles certezas comienzan todos los días en Caracas.
A unos metros de esa llave, en una urbanización de clase media, esta semana dos policías hacían las veces de semáforo. Agitaban los brazos para drenar los atascos del bulevar El Cafetal, una urbanización llena de ancianos, donde un tramo que abarca unos ocho edificios se había quedado sin luz el día anterior junto con el alumbrado y los controladores del tránsito. Los vecinos rodeaban una grúa que traía una segunda planta eléctrica de emergencia para darles turnos de tres horas de energía por grupos de edificios. El enorme aparato tenía escrito en marcador el nombre “La burra”. Es una operación que se ha vuelto rutinaria. Los transformadores de la ciudad explotan, dejan de funcionar, se envejecen hasta morir y la empresa de electricidad, también del Estado, va poniendo parches tras cada avería como puede.
En una pequeña reunión que se formó en la calle se comparten las pequeñas tragedias personales por el colapso de la infraestructura de los servicios en Venezuela. Entre las causas está la falta de mantenimiento e inversión para su modernización y, sobre todo, mucha corrupción. José Antonio Rodríguez cuenta que dejó a su mamá de 90 años con una radio a pilas para que se distrajera, pues no la puede movilizar para llevarla a algún lugar con luz y agua. Carolina González está preocupada por el inventario de pastelitos para la venta que tiene preparados en su congelador apagado. Es uno de los negocios de los que vive y prefiere ponerse a freírlos y regalarlos a perderlos por el apagón.
Como encargada vecinal de su edificio, durante las primeras horas, ya había coordinado la conexión de un cable de un edificio a otro para que los vecinos pudieran cargar sus teléfonos. También se aseguró de que a la persona que sobrevive con bombona de oxígeno en el edificio la llevaran a otro lugar. Hugo Pimentel no se detiene mucho a conversar. Regresó rápidamente a su apartamento para monitorear el funcionamiento de la pequeña planta eléctrica que compró hace 15 años para su casa de la playa, y que ahora está convertida en una gran batería para celulares en el pasillo de su edificio.
Estos vecinos acaban de pasar 22 días sin agua por la rotura de un tubo. Cuando empezaron a llenarse las tuberías, se fue la luz y ya no funcionan las bombas para abrir los grifos. “Esto se cuenta y no se cree”, decía Senith Ocampo, una viuda de 69 años que salió corriendo a buscar hielo para no perder la compra de la semana. Pero esta historia se cuenta casi todos los días en Caracas y en muchas ciudades del país. “Uno pasa mucho trabajo”, agregaba Virgilia Romero, con una sartén con un pescado en la mano y una olla frente a la puerta de su vecina. La mujer, de 69, trabaja cuidando a otra de 92 años. A falta de electricidad, le tocó llamar a puertas en busca de una cocina a gas. Virgilia pasa trabajo donde trabaja y también en Mariches, el barrio informal en el que vive. Allí el agua llega cada dos meses.
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